Llegamos al mundo a la fuerza, llorando, sangrando. La infancia es la edad de las prohibiciones y la obediencia. La juventud se pasa rápido entre exámenes, acné, desengaños y contradicciones. Si todo va bien conseguimos un trabajo, y con él viene la responsabilidad, la disciplina, el esfuerzo, madrugar, los jefes,...; y el dinero, sí, pero también la hipoteca, los recibos, las letras, la cuesta de enero, la cesta de la compra, la inflación,... Todo para conseguir una estabilidad que enseguida se convertirá en rutina. Nos jubilamos y a la rutina se añaden los achaques, la soledad, las pérdidas, el miedo a una muerte que llega rápido.
Los más afortunados gozan de salud, se enamoran y ganan dinero. Pero la salud es efímera, la antesala del dolor, la sala de espera. El amor también es volátil, y arrastra consigo ─ quienes han amado de verdad lo saben bien ─ una cohorte de ansiedades, celos, angustias, decepciones,... El dinero corrompe y tiraniza a quien lo posee, infunde sospechas y repele la certeza del amor y la amistad verdaderos.
Bien mirada, la vida es ese valle de lágrimas que decían los abuelos, del que encima somos expulsados muy pronto y sin avisar, a las tinieblas, a la nada. Y con este panorama ¿de dónde saca el hombre las ganas de vivir? ¿Por dónde aflora el optimismo? ¿Cómo conseguimos ilusionarnos? Cómo puede ser que la mayoría de la gente responda con un sincero “bien” o “muy bien” al cotidiano “¿qué tal?”. Mi teoría es que, drogas y religiones aparte, el yacimiento de donde se extraen el optimismo y la vitalidad, la ilusión y la felicidad, no son ni más ni menos que la desgracia y el fracaso ajenos. Mediante un burdo pero efectivo mecanismo mental de relativización que llamamos envidia logramos transformar el infortunio ajeno en la dicha propia.
Sí. La envidia. Ese pecado capital, denostado desde tiempos bíblicos, funciona también como el jugo gástrico que nos ayuda a digerir una realidad demasiado cruda para nuestro intestino mental y emocional. La única virtud que hasta ahora se había reconocido a este veneno del alma es que, bien encauzada, nos puede servir de estímulo para mejorar y progresar al ser espoleados por el deseo de la cosa envidiada. Pero la envidia no consiste sólo en el anhelo de la fortuna o la virtud ajenas, no estamos ante un sentimiento aséptico. Esa envidia sana ─ sospechosamente sana ─, oculta una cara más siniestra que se adivina en la lista de sinónimos de cualquier diccionario: celos, resentimiento, rencor, tirria, rabia, resquemor, desazón, disgusto,... No sólo ansiamos la fortuna del vecino sino que además le odiamos por el mero hecho de disfrutarla. Y de la misma forma sentimos satisfacción, o por lo menos un cierto alivio ─ vergonzante quizá, pero necesario ─, cuando el mismo afortunado tropieza y cae en el barrizal del fracaso. Y es precisamente aquí, en la caída del vecino, del compañero, incluso del hermano, donde encontrados el consuelo. El fracaso ajeno calma la ansiedad que nos produce una vida corta y brutal. Porque quién podría, por ejemplo, soportar la idea de la muerte en un mundo en el que todos los demás fueran inmortales, la idea de quitarse de en medio y desaparecer cuando los amigos, la familia y los enemigos se van a quedar eternamente. Es la muerte de los demás la que nos hace soportable la nuestra propia. El problema no es ser pobre, sino ser pobre cuando se está rodeado de ricos. Cualquiera que haya viajado a algún país pobre sabe que, salvo epidemias o hambrunas, allí los niños y la gente ríen y disfrutan tanto o incluso más que en los países ricos. Cuando todos los que me rodean son indigentes acepto sin problemas mi propia escasez. El alto índice de divorcios, separaciones, malos tratos, etc. son oxígeno para quienes no han encontrado pareja y viven en forzada soledad, y determinados programas de prensa rosa nos ayudan a soportar nuestra anodina existencia cuando airean por fin las miserias de personajes famosos que parecían vivir en una intolerable nube de éxito permanente.
Como la contrapesa en una balanza romana, la envidia nos ayuda a contrarrestar el peso del éxito ajeno. Catarsis, llamaban ya los antiguos griegos a este efecto purificador que la tragedia causaba en los espectadores.
“Mal de muchos, consuelo de tontos”, reza el proverbio, pero quizá debiéramos reformularlo como “Mal de muchos, consuelo de todos” y añadirle una nueva lectura del “No hay mal que por bien no venga”.
Gracias por fracasar.
Octavio Coll-Jara
Los más afortunados gozan de salud, se enamoran y ganan dinero. Pero la salud es efímera, la antesala del dolor, la sala de espera. El amor también es volátil, y arrastra consigo ─ quienes han amado de verdad lo saben bien ─ una cohorte de ansiedades, celos, angustias, decepciones,... El dinero corrompe y tiraniza a quien lo posee, infunde sospechas y repele la certeza del amor y la amistad verdaderos.
Bien mirada, la vida es ese valle de lágrimas que decían los abuelos, del que encima somos expulsados muy pronto y sin avisar, a las tinieblas, a la nada. Y con este panorama ¿de dónde saca el hombre las ganas de vivir? ¿Por dónde aflora el optimismo? ¿Cómo conseguimos ilusionarnos? Cómo puede ser que la mayoría de la gente responda con un sincero “bien” o “muy bien” al cotidiano “¿qué tal?”. Mi teoría es que, drogas y religiones aparte, el yacimiento de donde se extraen el optimismo y la vitalidad, la ilusión y la felicidad, no son ni más ni menos que la desgracia y el fracaso ajenos. Mediante un burdo pero efectivo mecanismo mental de relativización que llamamos envidia logramos transformar el infortunio ajeno en la dicha propia.
Sí. La envidia. Ese pecado capital, denostado desde tiempos bíblicos, funciona también como el jugo gástrico que nos ayuda a digerir una realidad demasiado cruda para nuestro intestino mental y emocional. La única virtud que hasta ahora se había reconocido a este veneno del alma es que, bien encauzada, nos puede servir de estímulo para mejorar y progresar al ser espoleados por el deseo de la cosa envidiada. Pero la envidia no consiste sólo en el anhelo de la fortuna o la virtud ajenas, no estamos ante un sentimiento aséptico. Esa envidia sana ─ sospechosamente sana ─, oculta una cara más siniestra que se adivina en la lista de sinónimos de cualquier diccionario: celos, resentimiento, rencor, tirria, rabia, resquemor, desazón, disgusto,... No sólo ansiamos la fortuna del vecino sino que además le odiamos por el mero hecho de disfrutarla. Y de la misma forma sentimos satisfacción, o por lo menos un cierto alivio ─ vergonzante quizá, pero necesario ─, cuando el mismo afortunado tropieza y cae en el barrizal del fracaso. Y es precisamente aquí, en la caída del vecino, del compañero, incluso del hermano, donde encontrados el consuelo. El fracaso ajeno calma la ansiedad que nos produce una vida corta y brutal. Porque quién podría, por ejemplo, soportar la idea de la muerte en un mundo en el que todos los demás fueran inmortales, la idea de quitarse de en medio y desaparecer cuando los amigos, la familia y los enemigos se van a quedar eternamente. Es la muerte de los demás la que nos hace soportable la nuestra propia. El problema no es ser pobre, sino ser pobre cuando se está rodeado de ricos. Cualquiera que haya viajado a algún país pobre sabe que, salvo epidemias o hambrunas, allí los niños y la gente ríen y disfrutan tanto o incluso más que en los países ricos. Cuando todos los que me rodean son indigentes acepto sin problemas mi propia escasez. El alto índice de divorcios, separaciones, malos tratos, etc. son oxígeno para quienes no han encontrado pareja y viven en forzada soledad, y determinados programas de prensa rosa nos ayudan a soportar nuestra anodina existencia cuando airean por fin las miserias de personajes famosos que parecían vivir en una intolerable nube de éxito permanente.
Como la contrapesa en una balanza romana, la envidia nos ayuda a contrarrestar el peso del éxito ajeno. Catarsis, llamaban ya los antiguos griegos a este efecto purificador que la tragedia causaba en los espectadores.
“Mal de muchos, consuelo de tontos”, reza el proverbio, pero quizá debiéramos reformularlo como “Mal de muchos, consuelo de todos” y añadirle una nueva lectura del “No hay mal que por bien no venga”.
Gracias por fracasar.
Octavio Coll-Jara