viernes, 2 de noviembre de 2007

Vértigo

Elije una noche estrellada, sin luna. Busca un lugar solitario en el campo o la playa, donde sople el viento y lo más alejado posible de cualquier fuente de contaminación lumínica.

Quítate la camisa o camiseta ─ para no resfriarte espera a una noche de verano ─ y túmbate boca arriba, preferiblemente donde el suelo sea natural, de tierra, arena, roca,..., es decir, sin asfalto o pavimento de ningún tipo. Las piernas estiradas y los brazos abiertos. Siente el contacto directo de tu espalda con la Tierra.

Quédate mirando un rato el firmamento, las estrellas, el abismo.

Intenta despegar ligeramente la cabeza y la espalda de la tierra y siente la presión, la fuerza que te pega al suelo.

Ahora imagina que te encuentras en el hemisferio sur, en Australia por ejemplo.

Y como estás en Australia, imagina ahora que las estrellas no están arriba sino abajo, y que no te caes a ese abismo gracias a que tu espalda está literalmente pegada a una bola gigantesca. Una bola que viaja por el universo a casi ciento diez mil kilómetros por hora ─ imagina que el viento es producto de la velocidad ─ alrededor de otra bola de fuego trescientas mil veces más grande. Siente sólo eso, tu cuerpo, la bola gigante pegada a tu espalda, la velocidad y el abismo.

Ahora despierta. Todo ha sido una ilusión. Sólo estás tumbado en la arena mirando a las estrellas.

Octavio Coll-Jara

martes, 30 de octubre de 2007

Salud, envidia y amor

Llegamos al mundo a la fuerza, llorando, sangrando. La infancia es la edad de las prohibiciones y la obediencia. La juventud se pasa rápido entre exámenes, acné, desengaños y contradicciones. Si todo va bien conseguimos un trabajo, y con él viene la responsabilidad, la disciplina, el esfuerzo, madrugar, los jefes,...; y el dinero, sí, pero también la hipoteca, los recibos, las letras, la cuesta de enero, la cesta de la compra, la inflación,... Todo para conseguir una estabilidad que enseguida se convertirá en rutina. Nos jubilamos y a la rutina se añaden los achaques, la soledad, las pérdidas, el miedo a una muerte que llega rápido.

Los más afortunados gozan de salud, se enamoran y ganan dinero. Pero la salud es efímera, la antesala del dolor, la sala de espera. El amor también es volátil, y arrastra consigo ─ quienes han amado de verdad lo saben bien ─ una cohorte de ansiedades, celos, angustias, decepciones,... El dinero corrompe y tiraniza a quien lo posee, infunde sospechas y repele la certeza del amor y la amistad verdaderos.

Bien mirada, la vida es ese valle de lágrimas que decían los abuelos, del que encima somos expulsados muy pronto y sin avisar, a las tinieblas, a la nada. Y con este panorama ¿de dónde saca el hombre las ganas de vivir? ¿Por dónde aflora el optimismo? ¿Cómo conseguimos ilusionarnos? Cómo puede ser que la mayoría de la gente responda con un sincero “bien” o “muy bien” al cotidiano “¿qué tal?”. Mi teoría es que, drogas y religiones aparte, el yacimiento de donde se extraen el optimismo y la vitalidad, la ilusión y la felicidad, no son ni más ni menos que la desgracia y el fracaso ajenos. Mediante un burdo pero efectivo mecanismo mental de relativización que llamamos envidia logramos transformar el infortunio ajeno en la dicha propia.

Sí. La envidia. Ese pecado capital, denostado desde tiempos bíblicos, funciona también como el jugo gástrico que nos ayuda a digerir una realidad demasiado cruda para nuestro intestino mental y emocional. La única virtud que hasta ahora se había reconocido a este veneno del alma es que, bien encauzada, nos puede servir de estímulo para mejorar y progresar al ser espoleados por el deseo de la cosa envidiada. Pero la envidia no consiste sólo en el anhelo de la fortuna o la virtud ajenas, no estamos ante un sentimiento aséptico. Esa envidia sana ─ sospechosamente sana ─, oculta una cara más siniestra que se adivina en la lista de sinónimos de cualquier diccionario: celos, resentimiento, rencor, tirria, rabia, resquemor, desazón, disgusto,... No sólo ansiamos la fortuna del vecino sino que además le odiamos por el mero hecho de disfrutarla. Y de la misma forma sentimos satisfacción, o por lo menos un cierto alivio ─ vergonzante quizá, pero necesario ─, cuando el mismo afortunado tropieza y cae en el barrizal del fracaso. Y es precisamente aquí, en la caída del vecino, del compañero, incluso del hermano, donde encontrados el consuelo. El fracaso ajeno calma la ansiedad que nos produce una vida corta y brutal. Porque quién podría, por ejemplo, soportar la idea de la muerte en un mundo en el que todos los demás fueran inmortales, la idea de quitarse de en medio y desaparecer cuando los amigos, la familia y los enemigos se van a quedar eternamente. Es la muerte de los demás la que nos hace soportable la nuestra propia. El problema no es ser pobre, sino ser pobre cuando se está rodeado de ricos. Cualquiera que haya viajado a algún país pobre sabe que, salvo epidemias o hambrunas, allí los niños y la gente ríen y disfrutan tanto o incluso más que en los países ricos. Cuando todos los que me rodean son indigentes acepto sin problemas mi propia escasez. El alto índice de divorcios, separaciones, malos tratos, etc. son oxígeno para quienes no han encontrado pareja y viven en forzada soledad, y determinados programas de prensa rosa nos ayudan a soportar nuestra anodina existencia cuando airean por fin las miserias de personajes famosos que parecían vivir en una intolerable nube de éxito permanente.

Como la contrapesa en una balanza romana, la envidia nos ayuda a contrarrestar el peso del éxito ajeno. Catarsis, llamaban ya los antiguos griegos a este efecto purificador que la tragedia causaba en los espectadores.

“Mal de muchos, consuelo de tontos”, reza el proverbio, pero quizá debiéramos reformularlo como “Mal de muchos, consuelo de todos” y añadirle una nueva lectura del “No hay mal que por bien no venga”.

Gracias por fracasar.

Octavio Coll-Jara

sábado, 20 de octubre de 2007

Mejor no verlo

Es un hombre de otra época. No tiene ni idea de ordenadores, ni de Internet, ni de vídeos caseros. Ni siquiera sabe de teléfonos móviles o cámaras digitales. Y sin embargo se ha convertido, a sus ochenta y tantos años, en el protagonista del segundo vídeo más visto del YouTube. Él quizá no lo sepa, pero sus palabrotas, su cara y su mal genio hacen descojonarse de risa a miles de personas que ya lo llevan en la memoria del móvil para amenizar cualquier sobremesa, ágape, botellón, etc.
El viejo está sentado en un jardín sin meterse con nadie cuando un joven del pueblo ─ Cehegín (Murcia) ─, que lo conoce y sabe bien por donde pincharle sacarle la mala leche, se le acerca móvil en mano y empieza a agobiarlo con preguntas y alusiones maliciosas mientras graba su reacción en primer plano.
Me lo pasó un compañero hace una semana y la primera reacción fue partirnos de risa, pero justo después de la carcajada se me quedó un sabor amargo que me tuvo pensando un buen rato. Pensando en mi risotada obscena y cobarde al ver unas imágenes robadas a la intimidad de una persona. Pensando en que, después de todo la reacción del anciano ─ que, para más gloria del realizador, también parece disminuido psíquico ─ es una respuesta de lo más natural y la misma que quizá hubiera tenido yo si un niñato hubiera venido a tocarme los cojones de esa forma. Pensando también en la cantidad de vídeo-carroñeros de primera que circulan por ahí aprovechando o incluso provocando la desgracia ajena ─ accidentes, collejas, vejaciones, bromas salvajes ─ para sacar algunas monedas en la tv o sólo por el gusto de airear las miserias ajenas, arrastrando impunemente la dignidad de personas que tampoco se pueden defender porque a menudo ignoran que las han convertido en animales de circo
Todo vale. El fin justifica los medios. Una buena carcajada, un rato de cachondeo o alimentar nuestro morbo bien vale cualquier humillación o intromisión en las intimidades ajenas.
Y para rematar la faena, el título del vídeo también insulta al abuelo. Se titula... Da igual. Mejor no saberlo. Mejor no verlo.

Octavio Coll

viernes, 12 de octubre de 2007

La casa o la vida

La casa o la vida

Me entero por una amiga, que trabaja en banca, que se ha ampliado el plazo de amortización de los préstamos hipotecarios hasta cuarenta años. Días más tarde leo en un reportaje que “algunos jóvenes están firmando ya hipotecas a 50 años”. « ¡Uf!, pues menos mal », dirán quienes hasta ahora salían del banco con una mano delante y otra detrás, o sea, con la mini-nómina y los planos del mini-piso debajo del brazo y con el amable director de la sucursal y la madre que lo trajo entre ceja y ceja. Y es que se ve que empezaban a ser legión quienes no son capaces de hacer frente ni a las letras de un hipotecario a treinta años, ni siquiera con las horas extra o el pluriempleo de fin de semana. La cuestión es si alguien se ha parado a pensar que estas ampliaciones del plazo de amortización han pasado de ser la solución de urgencia, que en un principio sirvió para hacer frente al subidón de precios que trajo Europa y la moneda única, a convertirse precisamente en el problema.
Las ‘hipotecas perpetuas’ se han convertido en la coartada de promotores y constructores, que aprovecharon para disparar los precios con la certeza de que la demanda estaba garantizada por ser un bien de primera necesidad; y de los Gobiernos, que ‘de puntillas’ consideran así garantizado el derecho constitucional de todos los ciudadanos a una vivienda digna. Así, si usted no accede a una vivienda es porque no quiere, el hecho de que los precios se hayan multiplicado por cinco en menos de ocho años es circunstancial y además lo impone el mercado. La solución está ahí. Eso sí, prepárese porque, mientras que antes se conformaban con chuparle diez o quince años de su vida -pasar con la mitad de un sueldo normal hipotecado no es vivir, es mantenerse como se mantiene a una vaca para que siga produciendo leche -, ahora el trato es: su vida entera por una mierda de piso, o lo que es lo mismo, una vida de mierda por un piso de ídem.
Muchos economistas le dirán que los precios los pone el mercado y que si el Estado intentara intervenirlos se produciría el estraperlo que ya viene sucediendo con las viviendas de VPO y su nueva forma de pago ‘negro sobre blanco’: un precio legal y otro efectivo y la diferencia en ‘b’, ¿les suena? Pues vale, pero si no se permitiese a los bancos -¿permitiese?... ¿a los bancos? ...ejem, vaya cosas que digo- ofertar hipotecas de más de quince años los precios no se habrían desbocado así, porque entonces ni en ‘b’, ni en ‘negro’, ni en leches, ¿quién iba a poder pagar más de treinta millones en tres tristes lustros? ¿A quien le iban a endosar los adosados? Pues a los guiris, me responderían algunos de esos dichosos economistas recordándome que Mallorca es ya casi alemana y que la Región de Murcia lleva camino de anexionarse a la Commonwealth.
O sea, que si no estás dispuesto a desembolsar por una choza en el sitio que has nacido lo que paga un inglés o un alemán, te quedas sin ella. Y si esto es así, podría alguien explicar por qué en Francia, sin ir más lejos, los salarios son más o menos el doble que el de los españoles, por qué los 'europeos de verdad' pagan nuestras casas con dinero y los españoles pagamos con la vida. Sí, con la vida. Si en nuestro Código Penal la cadena perpetua no excede los 20 años de pena efectiva ya me contarán cómo llamamos a cincuenta años de hipoteca, de privaciones, a base de pan y tele. Y de las hipotecas heredables de hasta ochenta o cien años que ya se vislumbran en el negro horizonte mejor no hablemos para no llamar la atención de los depredadores, sssssh.
Octavio Coll

miércoles, 10 de octubre de 2007

Marilyn Manson & José Antonio Marina

Estoy en casa escuchando el Antichrist Superstar del Marilyn Manson -el yerno ideal- mientras acabo de hojear el prólogo de la Teoría de la inteligencia creadora del filósofo y psicólogo -o ‘investigador privado’, como gusta de referirse a sí mismo- José Antonio Marina, que me promete un viaje apasionante entre los engranajes de mi propia mente. Hace poco más de una hora Marilyn y José Antonio reposaban inquietos en las estanterías de la Biblioteca Regional, sin sospechar que alguien estaba a punto de reunirlos, o quizá ya se conocían de haber viajado juntos en alguna otra mochila, quién sabe. En la cola para las mesas de Préstamos se me ha ido el santo al cielo y me he sumergido en uno de esos flash backs en los que el tiempo se expande, los sonidos se amortiguan casi hasta la impercepción y eres capaz de meter media vida en minuto y medio de reloj. Así, con los ojos perdidos en el infinito o más allá, me he paseado a cámara lenta por todos mis días de biblioteca: por mis tardes de bachiller en época de exámenes sentado en la sala de lectura con mi pierna derecha moviéndose a toda velocidad como si tuviera vida propia; por mis mañanas de verano cuando todos los críos se iban de veraneo a las flamantes casas de playa dejándonos en el barrio al ‘morcilla verde’ -estaba un poco relleno y siempre llevaba un chándal verde- y a mí; tan solos que al final tuvimos que hacernos amigos de temporada y nos íbamos a la biblio a respirar aire acondicionado y a zamparnos las colecciones enteras de Tintín, de Axtérix, de Magos del Humor,… En el trance incluso he recordado mi primera visita, cuando la biblioteca estaba en el paseo Alfonso X, en el edificio que aún alberga el Museo Arqueológico. La sección infantil parecía una clase de párvulos con sus mesitas de colores y las mini estanterías llenas de cuentos, tebeos y libros de trabajos manuales. Y, cómo no, el gran día en que de la mano de mi hermano mayor, mi héroe, crucé el umbral de la biblioteca de mayores para experimentar una de las sensaciones más fuertes que recuerdo, equiparable incluso con la primera vez que entré al cine y me encontré a un Bruce Lee gigante repartiendo jetazos a diestro y siniestro y esparciendo más sangre que mi tío ‘el Rosquilla’ los días de matanza, que en paz descansen. Aquella biblioteca me parecía inmensa, no era posible que hubiera tantos libros en el mundo, y toda aquella gente sentada en las mesas gigantes debían de ser sabios, en fin…, ya digo, todo esto en minuto y medio escaso de tiempo real en que se ha consumido la cola de Prestamos. Es la cola más rápida que conozco, y es que en la biblioteca Regional de Murcia todo funciona. Como en aquella recóndita aldea de las Galias, un puñado de irreductibles resiste a las legiones de la desgana y la apatía que amenazan con extenderse y apoderarse de todos los servicios públicos y privados y en general de todos los ámbitos laborales. ─ Ánimo valientes, y a ver si vuestro empuje sirve para alentar a los que aún no se han resignado y soportan con estoicismo la incompetencia, la lentitud, la desidia e incluso a veces la corrupción de los que ya han claudicado.

Octavio Coll

martes, 9 de octubre de 2007

Alonso! for the love of God!

Hace dos años por estas fechas me decidí por fin a cumplir uno de los sueños de mi vida desde que, con diez o doce años y convaleciente de paperas, me zampara de un tirón o dos mi primer libro importante: “Aventura en el Castillo” de Enid Blyton. Enseguida vendría toda la colección: “Aventura en la Isla”, “Aventura en la montaña”, Aventura en el mar”…, y así hasta once volúmenes de la escritora británica que llenaron mi cabeza y mis sueños de historias protagonizadas por cuatro críos con una increíble predisposición para ser secuestrados por espías, contrabandistas y hampones de toda condición y pelaje, pero también para salir del atolladero en el último momento y capturar de paso a los malos. Con ellos viví las peripecias más alucinantes ambientadas en páramos misteriosos; en islas desiertas no tan desiertas; en castillos sobre acantilados plagados de cormoranes, frailecillos y demás aves marinas; en mansiones forradas de moqueta donde se olía a té, humedad y mantequilla cocinada y se comía compotas, pudings y rarezas por el estilo; y en todos esos escenarios tan normales para un inglés pero tan exóticos para un murciano de cuarto de primaria que prácticamente sólo había salido del barrio para ir con otros cuatro cabroncetes a poner petardos en los escaparates de El Corte Inglés.
Viajar a Inglaterra, ese había sido mi sueño durante tantos años y era el momento de hacerlo realidad. Con un mes de vacaciones por delante y algún dinerillo ahorrado ya no había excusas. Así que me compré un buen impermeable, unas alforjas nuevas y un billete de ida para los dos (mi bici y yo) y me fui volando para Londres donde comenzaba mi particular aventura a pedales. Hace ya algunos años que viajo en bicicleta, es como un salvoconducto que te permite meterte por todos sitios y también relacionarte con todo el mundo. Y es que los sufridos ciclistas despertamos en la gente una mezcla de simpatía y solidaridad, sobre todo si llevamos los portaequipajes cargados de alforjas y bártulos y llegamos empapados por la lluvia y con cara de no encontrar nuestra posición en el mapa, ¿no?
Como mi intención era pasar en LadyDyLand un mes entero y dado que mis recursos eran limitados, sobre todo después de convertirlos en libras esterlinas, opté por el plan indi -de indigente- que consiste en avituallarse en los supermercados y pernoctar en pensiones de mala muerte y albergues juveniles –youthostels- en los que compartes barracón con un montón de gente y donde los tapones para los oídos son incluso más necesarios que la cama, para amortiguar los ronquidos de todos contra todos y disimular la vergüenza ajena que produce la relajación de esfínteres malolientes (REM) de algunos benditos.
Tercer día de viaje, Oxford, me alojé en uno de estos hotelitos sin encanto, y después de comerme el rancho (espaguetis con atún cocinados por mi menda en la cocina comunitaria del albergue) y de escaldarme vivo con el agua hirviendo que salía por la ducha, me acomodé en un sillón a mirar la tele en la concurrida tv-room donde unos cuantos chavales con pinta de Pakistaníes o Indios se partían el ass contagiados por las risas contagiosas de dos humoristas de la BBC. Mientras, otros seis o siete que parecían sacados de un anuncio de Benetton, por la diversidad de razas y colores, conversaban animadamente sobre sus respectivos países, supongo. Y digo supongo porque yo como buen español seguía -y sigo-, después de no sé cuantos años estudiando inglés, sin saber lo bastante como para enfrentarme a una conversación normal y lo máximo que conseguía -y consigo- era hacerme entender chapurreando al estilo Tarzán y con la ayuda de mucha gesticulación. Y es que en España no hablamos idiomas, chapurreamos. La mayoría chapurrea incluso en castellano, pero si nos vamos a las lenguas extranjeras el chapurreo de los españoles se convierte en norma que se confirma con las rarísimas excepciones. Hasta el Presidente -da igual del partido que sea - chapurrea. No hay manera. ¿El motivo? Pues el mismo por el que nunca hemos ganado un mundial de fútbol: nuestro famoso complejo de inferioridad, que nos bloquea, entre otras, las partes del cerebro que se ocupan de las habilidades lingüísticas y de disparar a puerta a partir de octavos. Después tuve ocasión de comprobarlo en Edimburgo. Allí coincidí en sábado por la noche con los dos únicos españoles (de Cádiz y muy majos) que conocí en mi viaje. Y claro, Edimburgo, ciudad universitaria, capital de Escocia, saturday night,… pues nos fuimos de fiesta y nos pusimos de cervezas hasta arriba, que para eso sí que no tenemos complejos. Al principio no había manera con las titis, no había forma de hilvanar tres palabras seguidas sin atrancarnos, y claro, con las mujeres si no tienes labia ya se sabe; pero conforme el alcohol fue empapando nuestras neuronas y disolviendo el dichoso complejo, nos fuimos envalentonando y los tres patitos asustados se fueron convirtiendo en majestuosos cisnes parlantes capaces incluso de contar chistes graciosos en inglés y de arrancar las chillonas carcajadas de las guiris en su salsa. Por cierto que ahora se presenta una oportunidad de oro. Si el bueno de Alonso llega a arrebatarle a Hamilton la botella de champán en Brasil quizá consiga exorcizar el demonio del titubeo que todos los españoles llevamos dentro desde que el almirante Nelson nos lo explicó en Trafalgar hace ya más de dos siglos. Pero por si el piloto inglés vuelve a hundirnos en el lodo para otros doscientos años, voy a ir compartiendo un descubrimiento que puede ayudarnos a salir del paso y mejorar nuestro chapurreo. Un truquillo para pronunciar en inglés de forma que todo el mundo nos entienda, o por lo menos para que hasta los más puristas se lo piensen y duden antes de arriesgarse a corregirnos. Se trata de pronunciar sólo las consonantes y olvidarnos de las vocales salvo que éstas vayan al inicio de palabra . O sea que para pronunciar por ejemplo 'Oxford' bastara con que balbuceemos como bien podamos 'Oxfrd', 'London' sería Lndn y Edimburgo 'Edmbr', que hay que joderse, pero funciona.

Octavio Coll

domingo, 7 de octubre de 2007

Magia y café con leche


Hoy estoy de enhorabuena. Hace dos semanas envié una carta por email a la revista XLSemanal, que vengo leyendo desde ya muchos años, y hoy ha aparecido publicada como 'La carta de la semana'. Menuda sensación encontrarte a ti mismo ahí, y leerte. Pero lo mejor es cuando caes en que miles y miles de personas van a desayunar hoy leyendo lo que escribiste hace dos semanas, van a dedicar su atención, aunque sea dos minutos, a una idea tuya. Da casi vértigo. Ayer tuve una sensación parecida al iniciar este ciberdiario. Es magia.
Sin embargo los editores de XLSemanal han recortado un poco mi carta, creo que por problemas de espacio. Le han quitado algunas frases y reformulado alguna otra. Creo que la carta ha ganado con los cambios y conserva intacto el sentido.

A continuación la carta tal como yo la escribí:

Sólo un café con leche
Es lunes, las vacaciones se difuminan ya entre la resignación y la añoranza y se vuelve al trabajo con desgana. En el supermercado los mismos compañeros, los mismos jefes, las mismas caras de impaciencia en esa cola que nunca se acaba. Las compras se amontonan en la cinta; bip, bip, bip,..., el lector de códigos te hace sentir como un robot y la rutina te va cambiando la cara y el carácter. A la hora del almuerzo cuesta encontrar un hueco en la barra de la cafetería y cuando pido un café con leche mi vecino de barra me dice, con tono de desesperación y en voz alta para que lo oiga el camarero, que me lo tome con calma porque "¡se ve que han ido a ordeñar la vaca!". El camarero, que no da abasto, se limita a sonreírnos con un gesto de disculpa y yo me quedo abstraído pensando precisamente en la vaca, en en la persona que la ordeño. Porque desde luego alguien ordeño la vaca para que yo pueda disfrutar de ese café con leche que me brinda el mejor momento de la mañana. Pero la vaca no da café con leche, alguien plantó,cultivó y recolectó el café, y la remolacha para el azúcar, soportando el frío, el calor y la lluvia. Cuando por fin veo llegar mi café humeante empiezo a pensar también en el esfuerzo de otros tantos ingenieros, químicos, fontaneros, albañiles, etc., para conducir el agua y el gas para calentarla, desde los yacimientos hasta esta cafetería. Y para fabricar la taza y el plato, desde los diseñadores hasta los que se ocupan de la rutinaria tarea del embalaje. Alguien extrajo bajo tierra el metal que otros fundieron y moldearon para conseguir la bonita cucharilla de diseño que me sirve para removerlo. El papel del sobrecito de azúcar... Ganaderos, veterinarios, ceramistas, camioneros, importadores, camareros, ... Y sólo es un café con leche.
Vuelvo a mi puesto y otra vez la hilera interminable de productos:..., mayonesa...bip, amoniaco...bip, brócolí...bip, jamón york...bip, estropajo...bip, café...bip, azucar...bip, leche...(vuelvo a pensar en la vaca)...bip. Sonrío, y un par de clientes cambian la cara de impaciencia por una mueca de simpatía.

Octavio Coll

sábado, 6 de octubre de 2007

Mi cumpleaños virtual

Todavía no sé porqué me he decidido a crear este diario en internet. Me había convencido de que era para obligarme a escribir y publicar a diario y de esa forma consolidar y poner en practica lo que aprendí en la facultad de periodismo y en las prácticas de fin de carrera. Pero no, ahora creo que ese no es el motivo último de crear esta bitácora tiene más que ver con la pregunta que Hammlet le hace a la calavera. Y es que ya empezaba a no parecerme suficiente con ser, con existir en el mundo real. "Si existe un mundo virtual yo tambien quiero nacer allí, y existir allí" me decía mi subconsciente, y de esa forma, si soy (existo) en dos mundos, el físico y el virtual, pues entonces soy (existo) el doble que quien sólo vive en el mundo real. El peligro viene ahora para no terminar como algunos que se han olvidado del mundo real y ahora sólo viven en el mundo virtual, porque acabo de nacer aquí y ya noto como engancha esto. Por cierto, ahora que lo pienso, existe el cumpleaños virtual? Si sí, el mío es el 06 de octubre. Acabo de nacer aquí, espero que me vaya tan bien como allí.