martes, 9 de octubre de 2007

Alonso! for the love of God!

Hace dos años por estas fechas me decidí por fin a cumplir uno de los sueños de mi vida desde que, con diez o doce años y convaleciente de paperas, me zampara de un tirón o dos mi primer libro importante: “Aventura en el Castillo” de Enid Blyton. Enseguida vendría toda la colección: “Aventura en la Isla”, “Aventura en la montaña”, Aventura en el mar”…, y así hasta once volúmenes de la escritora británica que llenaron mi cabeza y mis sueños de historias protagonizadas por cuatro críos con una increíble predisposición para ser secuestrados por espías, contrabandistas y hampones de toda condición y pelaje, pero también para salir del atolladero en el último momento y capturar de paso a los malos. Con ellos viví las peripecias más alucinantes ambientadas en páramos misteriosos; en islas desiertas no tan desiertas; en castillos sobre acantilados plagados de cormoranes, frailecillos y demás aves marinas; en mansiones forradas de moqueta donde se olía a té, humedad y mantequilla cocinada y se comía compotas, pudings y rarezas por el estilo; y en todos esos escenarios tan normales para un inglés pero tan exóticos para un murciano de cuarto de primaria que prácticamente sólo había salido del barrio para ir con otros cuatro cabroncetes a poner petardos en los escaparates de El Corte Inglés.
Viajar a Inglaterra, ese había sido mi sueño durante tantos años y era el momento de hacerlo realidad. Con un mes de vacaciones por delante y algún dinerillo ahorrado ya no había excusas. Así que me compré un buen impermeable, unas alforjas nuevas y un billete de ida para los dos (mi bici y yo) y me fui volando para Londres donde comenzaba mi particular aventura a pedales. Hace ya algunos años que viajo en bicicleta, es como un salvoconducto que te permite meterte por todos sitios y también relacionarte con todo el mundo. Y es que los sufridos ciclistas despertamos en la gente una mezcla de simpatía y solidaridad, sobre todo si llevamos los portaequipajes cargados de alforjas y bártulos y llegamos empapados por la lluvia y con cara de no encontrar nuestra posición en el mapa, ¿no?
Como mi intención era pasar en LadyDyLand un mes entero y dado que mis recursos eran limitados, sobre todo después de convertirlos en libras esterlinas, opté por el plan indi -de indigente- que consiste en avituallarse en los supermercados y pernoctar en pensiones de mala muerte y albergues juveniles –youthostels- en los que compartes barracón con un montón de gente y donde los tapones para los oídos son incluso más necesarios que la cama, para amortiguar los ronquidos de todos contra todos y disimular la vergüenza ajena que produce la relajación de esfínteres malolientes (REM) de algunos benditos.
Tercer día de viaje, Oxford, me alojé en uno de estos hotelitos sin encanto, y después de comerme el rancho (espaguetis con atún cocinados por mi menda en la cocina comunitaria del albergue) y de escaldarme vivo con el agua hirviendo que salía por la ducha, me acomodé en un sillón a mirar la tele en la concurrida tv-room donde unos cuantos chavales con pinta de Pakistaníes o Indios se partían el ass contagiados por las risas contagiosas de dos humoristas de la BBC. Mientras, otros seis o siete que parecían sacados de un anuncio de Benetton, por la diversidad de razas y colores, conversaban animadamente sobre sus respectivos países, supongo. Y digo supongo porque yo como buen español seguía -y sigo-, después de no sé cuantos años estudiando inglés, sin saber lo bastante como para enfrentarme a una conversación normal y lo máximo que conseguía -y consigo- era hacerme entender chapurreando al estilo Tarzán y con la ayuda de mucha gesticulación. Y es que en España no hablamos idiomas, chapurreamos. La mayoría chapurrea incluso en castellano, pero si nos vamos a las lenguas extranjeras el chapurreo de los españoles se convierte en norma que se confirma con las rarísimas excepciones. Hasta el Presidente -da igual del partido que sea - chapurrea. No hay manera. ¿El motivo? Pues el mismo por el que nunca hemos ganado un mundial de fútbol: nuestro famoso complejo de inferioridad, que nos bloquea, entre otras, las partes del cerebro que se ocupan de las habilidades lingüísticas y de disparar a puerta a partir de octavos. Después tuve ocasión de comprobarlo en Edimburgo. Allí coincidí en sábado por la noche con los dos únicos españoles (de Cádiz y muy majos) que conocí en mi viaje. Y claro, Edimburgo, ciudad universitaria, capital de Escocia, saturday night,… pues nos fuimos de fiesta y nos pusimos de cervezas hasta arriba, que para eso sí que no tenemos complejos. Al principio no había manera con las titis, no había forma de hilvanar tres palabras seguidas sin atrancarnos, y claro, con las mujeres si no tienes labia ya se sabe; pero conforme el alcohol fue empapando nuestras neuronas y disolviendo el dichoso complejo, nos fuimos envalentonando y los tres patitos asustados se fueron convirtiendo en majestuosos cisnes parlantes capaces incluso de contar chistes graciosos en inglés y de arrancar las chillonas carcajadas de las guiris en su salsa. Por cierto que ahora se presenta una oportunidad de oro. Si el bueno de Alonso llega a arrebatarle a Hamilton la botella de champán en Brasil quizá consiga exorcizar el demonio del titubeo que todos los españoles llevamos dentro desde que el almirante Nelson nos lo explicó en Trafalgar hace ya más de dos siglos. Pero por si el piloto inglés vuelve a hundirnos en el lodo para otros doscientos años, voy a ir compartiendo un descubrimiento que puede ayudarnos a salir del paso y mejorar nuestro chapurreo. Un truquillo para pronunciar en inglés de forma que todo el mundo nos entienda, o por lo menos para que hasta los más puristas se lo piensen y duden antes de arriesgarse a corregirnos. Se trata de pronunciar sólo las consonantes y olvidarnos de las vocales salvo que éstas vayan al inicio de palabra . O sea que para pronunciar por ejemplo 'Oxford' bastara con que balbuceemos como bien podamos 'Oxfrd', 'London' sería Lndn y Edimburgo 'Edmbr', que hay que joderse, pero funciona.

Octavio Coll

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